El giro gatopardiano de la economía: más terciarizada, menos resiliente
El turismo desborda, la industria se estanca y la caída de la construcción crea más problemas de los que resuelve

Todo político que se precie de saber de qué habla promete, con un endémico espíritu adanista, cambios y reformas en general, y desde la postración a la que la Gran Recesión sometió al país, todos hablan de cambiar el modelo de crecimiento de la economía. Decirlo es fácil, pintón y gratuito, pero hacerlo es complicado, exigente y caro. Por eso se dice mucho y se hace poco; se ha dicho mucho y se ha hecho poco. En los quince años transcurridos desde el derrumbe inmobiliario y financiero, la economía se ha terciarizado más, la industria sigue donde estaba en el mejor de los casos y el excesivo frenazo de la construcción residencial empieza a pasar factura al mercado de la vivienda. Algo se ha hecho mal.
Hace unas semanas ya escribimos sobre estas aguas que el crecimiento es generoso y que la economía acumula virtudes que se sintetizan en un desconocido ciclo de trece años de superávit por cuenta corriente, pero que las bases en las que se fundamenta contienen componentes demasiado gaseosos y efímeros, como el consumo público, el empleo y su reparto y una declinante productividad.
Desde el punto de vista de la financiación de la economía y sus relaciones con el resto del mundo, el modelo de crecimiento ha cambiado radicalmente, pasando de uno de los mayores desequilibrios de la balanza de pagos a un sostenido y saneado saldo, con aportaciones notables en términos cualitativos de la exportación de servicios de alta calidad, que aportan prestigio a la venta a mansalva de plazas turísticas. Pero ahí termina la pseudometamorfosis del modelo de crecimiento, en un ejercicio de giro gatopardiano al que la naturaleza de la economía española tiene complicada renuncia.
La actividad industrial, en cuyo refuerzo se conjuraron la doctrina, las autoridades políticas y las empresariales, por considerar que tenía mayores dosis de resiliencia en episodios críticos, ha conservado la participación agregada en el PIB en el mejor de los casos, pero con dudas muy serias sobre el mantenimiento de la pujanza de actividades claves como la industria del motor ante el shock de la electrificación y el empuje de las franquicias asiáticas. El peso real de la actividad industrial en el PIB nacional es ahora, en los cuatro últimos trimestres para los que se dispone de datos, de un 14,18%, prácticamente el mismo que en el año 2019 (14,10%).
Ya no podemos decir que es pronto para valorar el efecto de la ingente cantidad de recursos puestos a disposición del país por la Unión Europea tras la crisis de 2020, y sí que los resultados están tardando en florecer, cuando se habla ya con insistencia de nuevos programas de inversión pública y privada estimulados por Europa para no quedarse demasiado alejada de la industrialización de China y la reindustrialización de América. El mejor ejemplo de que Europa necesita impulsos financieros muy poderosos para engancharse a la velocidad de los líderes mundiales es la situación en la que se encuentra Alemania, que encadena dos años en recesión pese a ser la economía más industrializada de la Unión.
Por el contrario, la economía española se ha terciarizado más en los últimos años, con unos servicios que acaparan el 69,2% de la producción del país, cuando hace solo cinco años suponían el 68,3%. La realidad ha demostrado que se puede hacer poca broma con las limitaciones a la actividad turística, que es la primera industria nacional y aporta más del 12% del PIB con récords sucesivos de visitantes (más de 94 millones el año pasado, y, a buen seguro, más de cien este año). El número de visitantes crece más rápido que sus aportaciones económicas, pero las cifras hacen pedazos todas las advertencias de los industriales del sector sobre la excesiva apuesta por la cantidad en detrimento de la calidad.
La mutación del reparto sectorial del empleo es muy llamativa e ilustra la terciarización de la actividad. En el primer trimestre de este año la ocupación llegó a 21,765 millones de puestos de trabajo, 1,409 millones más que el cuarto trimestre de 2007, la víspera misma de la Gran Recesión. Pero mientras la industria ha perdido 346.000 empleos, un 10,6%, (ha pasado de 3,261 millones en 2007 a 2,915 millones ahora), los servicios alcanzan la cota récord de 16,6 millones de ocupados, 3,137 millones más que en 2007, con un avance del 23,3%. Absorbe nada menos que el 76,3% de la ocupación, pero es mucho menos productiva.
De la mano del arreón turístico ha llegado muy buena parte del nuevo empleo, de limitada calidad remunerativa tanto por la escasa productividad generada como por la adaptación de las plantillas a las celosísimas exigencias normativas. Y tal crecimiento ha contribuido también a la reducción de la desigualdad salarial que recientemente ha cuantificado la Organización Internacional del Trabajo (OIT), pero con una concentración cada vez mayor en las franjas más modestas de la renta por cuenta ajena, con sus consecuencias secundarias tanto para el consumo como para la aportación al fisco y a la Seguridad Social.
Una economía intensiva en la creación de empleo que se ha abastecido en muy buena medida de los intensos flujos inmigratorios, ya que en los dos últimos años uno de cada dos puestos nuevos lo ha absorbido la población extranjera. Si la concentración del empleo en actividades de limitado valor añadido ha planchado la productividad, que está como hace diez años según el informe del Observatorio de Productividad y Competitividad en España de la Fundación BBVA y del Instituto Valenciano de Investigación Económica, el fuerte crecimiento poblacional ha diluido los avances del PIB per cápita, con los mismos valores que tenía hace quince años.
¿Y la construcción? El cambio de modelo únicamente ha triunfado en la congelación del sector considerado diabólico del ciclo alcista que generó la burbuja inmobiliaria y financiera. Eso sí: se ha pasado de frenada hasta el punto de reclamar hoy, expertos y políticos, una resurrección de la edificación residencial para atajar lo que se ha convertido en el principal problema social de las generaciones jóvenes y de la población inmigrante: el acceso a la vivienda.
La escasez de casas nuevas (se calcula que se hacen menos de cien mil al año y se necesitarían bastante más de doscientas mil) ha disparado los precios de compra y del alquiler, para una demanda que dispone de rentas unitarias de menor capacidad adquisitiva, y está expulsando de los núcleos urbanos que disponen de oportunidades de empleo a los potenciales trabajadores. La pérdida de empleo en la construcción desde la Gran Recesión es de un 45%, desde 2,697 millones de puestos de trabajo en 2007, a 1,479 millones ahora.
En resumidas cuentas, el modelo de crecimiento ha cambiado poco, pese a haber hablado mucho de ello. La economía se ha terciarizado más, se ha intensificado la aportación de la que siempre fue la primera fuente de riqueza y empleo, se ha debilitado donde más falta hacía reforzarlo, y ha errado gravemente en la censura a la construcción residencial. La capacidad de influencia de los gobiernos, pese al martilleo monocorde de sus discursos, es menor que la tendencia natural de la sociedad a la que administran, y aquella debe limitarse a corregir las desviaciones perversas de esta. Nada más. Y nada menos.
José Antonio Vega es periodista.